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22 de julio, 2011

  Alicia tenía 19 años y trabajaba en una maquiladora de Reynosa. Junto a centenares de compañeras, ensamblaba televisores en la Zenit. Era originaria de San Luís Potosí; de Matehuala para ser preciso. Tenía dos hijos: uno de tres y el otro de dos años de edad; el primero mujer, el segundo varón. Pelo negro hasta la cintura; delgada, con nalgas turgentes y piernas largas. No medía más de un metro con 55 centímetros pero su figura estilizada le generaba la apariencia de ser más alta; se veía exuberante.

  Era una mujer atípica. No le gustaban los piropos.

  -Que bien te ves..-, le decía alguien mirando su entallado pantalón de mezclilla.

   Contestaba seria, gélida:

  “Dime algo que no sepa…”

Su esposo, o su pareja, otro joven que había conocido en la fábrica se había marchado a Matamoros a otra empresa. Sin compromiso, era una más de las chicas que los fines de semana recibiendo su salario, se dirigía al Puente. (Así se refería buena parte de los noctámbulos que acudían a la especie de zona rosa en que se constituyeron los negocios de diversión que crecieron frente al puente Internacional Reynosa-Hidalgo).

A Alicia le gustaba ir al Imperial. Era este, un lugar agradable. Música en vivo; ambiente de penumbra; mesas y sillas que obligaban a intimar –por lo cercanas- a los parroquianos y tras un monumental cubo de cristal un remedo de cascada que intentaba toscamente proporcionar a los clientes paz, tranquilidad. Se tomaba dos o tres copas, bailaba una docena de rolas tropicales y cambiaba de ambiente.

Cuando se marchaba del Imperial, no faltaba quien le preguntara:

-¿Porqué  te vas..?

Invariablemente contestaba:

-Aquí  espantan…

Solía entrar al Molino Rojo con un caminar contoneante, provocativo. Bailaba dos o tres canciones de La División del Norte, bebía dos perros salados y abandonaba aquel sitio de luces psicodélicas cuyos golpes daban a las paredes un aspecto plástico, sintético. Siempre andaba sola. Ni amigas ni amigos, se le conocieron en su presencia sin intermitencias en el Puente. Sus fugaces compañeros de baile, eran eso: compañeros de baile.

El Zodiac le Club, y el Alaska también eran visitados por Alicia.

Le gustaba terminar en La Fonda del Sol. Con una monumental pista de baile, y conjunto musical permanente era un antro obligado para cualquier amante de la vida nocturna reynosense. Una o dos bebidas y listo.

Siempre aparecía un despistado:

-¿Porqué  te vas..?

Y ella, en corto, una frase helada:

-Yo sí  trabajo…

Era su vida todos los sábados.

En La Fonda del Sol, o en el Imperial coincidía buena parte del gremio periodístico. Reporteros de Prensa de Reynosa, El Mañana, Valle del Norte y otros periódicos solían comentar las vicisitudes informativas de la ciudad y de sus personajes.

Un sábado no se dejó ver Alicia.

Otro sábado y nada.

En los corrillos de reporteros alguien soltó en medio de la estridencia:

-¿Y Alicia?.. No se ha visto.

 “No creo que regrese”, dijo con voz categórica un reportero policiaco.

  Luego contó cómo una olla en donde se cocían frijoles, se había derramado sobre la estufa y provocado un incendio que acabó con la casa de Alicia. Los bomberos poco pudieron hacer. La vivienda estaba en la colonia Lampacitos; muy distante para el auxilio.

Repitió:

-No creo que regrese…

  Una voz, desde el otro lado de la mesa:

-¿Y eso..?

El cronista de nota roja, perdió su habitual frialdad ante la tragedia. Hizo a un lado su copa. Puso su mirada fulgurante en la nada. Afinó  su garganta y soltó:

 “Los niños… los niños estaban en la casa.”

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